La ciudad como naturaleza muerta, por Salvador Albiñana.

He conocido varias casas de Marcelo Fuentes y nunca he sabido muy bien a cual de las artes se dedicaba con mayor gusto e interés. Recuerdo pequeñas esculturas que consideraba simples ganapanes: juegos de café, teteras tan hermosas como faltas de eficacia; ceniceros y figuras de animales que hubieran podido exhibirse en alguna exposición déco; también trabajos en madera y hierro. Pero sobre todo lienzos y papeles; acuarelas, pequeños y artesanales grabados y dibujos, muchos dibujos, en ocasiones apenas esbozados y por lo común hechos sur le motif. Tanto papel que siempre me evocaba al loco del dibujo a ese artista que a los treinta y ocho años adopt6 el nombre de Hokusai y dibujó cientos de veces el monte Fuji. Marcelo Fuentes comparte esa misma pasión por el dibujo, que descubrió en su infancia, calcando en el colegio.
Rechazado por dos veces en la Escuela de Bellas Artes de Valencia, debió ahorrarse empacho doctrinario pero pagó caro el laborioso aprendizaje de la cocina. El primer grabado —me cuenta divertido— lo hice cuando apenas me acababan de explicar la técnica. Esa solitaria formación, que le aleja del ruido de colegas y galerías, quizás explique la curiosidad por prácticas artísticas tan diversas y su bien educada mano.
Temprana fascinación por el paisaje, descubierto en la obra de un pintor valenciano, Josè Balaguer —Don José Balaguer, dice siempre Marcelo con castiza veneración—, y de su hijo, Doro, cuyo trato estimula el interés por la investigación, por el estudio de Cezanne, del cubismo y de los constructivistas. Educaci6n privada, salpicada de catálogos y exposiciones y de pocos pero decisivos viajes en los que algunas obras y autores quedan ya como revelaciones: la riqueza de las sombras de Rembrandt, descubiertas en "La conjura de los Bátavos", del Museo Nacional de Estocolmo; la estructura de los bodegones y paisajes de Morandi —titánica, como de acero, me dice— y la dimensión del cuadro que evita el exceso gestual o la pincelada relamida.
Una larga temporada frecuentando el paisaje que de pronto, durante una estancia de trabajo por los alrededores de Pollensa, se vuelve lejana y necesariamente urbano. Nunca hay figuras en sus escenas —se convertirían en protagonistas, me advierte— y el verdadero motivo debe ser ese solitario edificio, a veces mentido en su realidad arquitectónica, a través del cual la ciudad aparece como vista de lejos, interrumpida en sus actividades. Por eso Hopper y Marcelo se disculpan por hablar así de un intocable, con sus personajes, coches o vías de tren, se sitúa a menudo en el limite de lo circunstancial. Arquitecturas de la ciudad y del ruinoso vestigio industrial; también rurales o cercanas a un oculto mar. Edificios y fábricas abandonadas, asociadas a escenarios y recuerdos de infancia, al efecto de la luz en determinadas horas, a la existencia efímera de algunos volúmenes descubiertos como flâneur con rumbo y, sobre todo, con lápiz y papel, óleo y tabla; hallazgos de paseante intruso, expulsado, en ocasiones, por vecinos o porteros temerosos.
Me ha interesado siempre el trabajo de Marcelo ese deslizamiento del paisaje hacia el bodegón, el carácter de límite entre géneros que tiene su obra actual. Tradicionalmente vinculamos la naturaleza muerta a los objetos domésticos —del comitente en la época clásica, del artista en la contemporánea- ­desprovistos de representación humana; de igual forma ha sido considerada un género inferior, un tema insignificante que otorgaba la primacía al sólo hecho pictórico; también es común que se trate de obra de formato pequeño o mediano. Estos cuadros de Marcelo Fuentes participan de muchas de estas notas pero también escapan de alguna. Los objetos domésticos con los que aquí dispone su autorretrato, lejos del utillaje del estudio, la casa o la mesa bien dispuesta, son esos vacíos edificios, esos juegos de cubos, de aliento metafísico, donde, como decía Masson de la gran pintura, los intervalos están cargados de tanta energía como las figuras que los determinan.

Salvador Albiñana

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