Las ciudades a media luz, por Pablo Llorca.

La distancia permite una apreciación correcta de las cosas; sin embargo abrasa. La cercanía, en cambio, anula la perspectiva pero es reconfortante.
Muchas son las visiones deprimentes durante un viaje nocturno por autopista. La más de todas es adelantar un autobús, lleno de viajeros a los que es difícil ver los rostros, con frecuencia sólo iluminados por los reflejos de la televisión. Aunque si alguno girase la cabeza en ese momento, ¿tendría una impresión similar del coche en que viajo?
Odio los hoteles. No sólo por los largos pasillos repletos de puertas (de madrugada en cambio, la experiencia es fascinante si uno decide poner la oreja delante de cada cuarto; pero esa es otra historia). Sobre todo aborrezco las habitaciones. Por dentro y hacia fuera. Quiero decir que su aspecto habitual es dramáticamente neutro, cuidadoso de no molestar al supuesto viajero medio. El resultado acaba en un gusto a medio camino entre lo impersonal y lo feo. Pero lo que más me turba es cuando descorro los siempre gruesos visillos y lo de fuera se descubre. En algunos establecimientos de playa se puede tener Ia suerte de estar frente al mar, pero son excepciones. La norma es que delante haya una fachada repleta de ventanas. Si además se tiene la mala suerte de haber Ilegado en fin de semana —el horror de los horrores— la mirada no podrá descubrir signo de vida alguno, parecerán cajas huecas, habitadas pero sin gente. Recordarán la ausencia. Y el lunes a primera hora una señora de la limpieza trabajando... ¿Por qué resulta tan deprimente la visión de las señoras de la limpieza haciendo Ia faena a primera o a última hora del día, solas en un espacio desproporcionado?
Curioso fenómeno el de la percepción: como si lo contemplado a lo lejos fuera ajeno al mirón.
Sólo cuando los lugares están deshabitados y ya son ruina, cuando ninguna luz artificial les ilumina, y no hay signos de vida en ellos, sólo entonces son atractivos. No se por qué pero así es. Imagino al anochecer la garita del vigilante de cualquier cementera de Sagunto, antes, cuando aún estaban activas. El sitio se iluminaría por una bombilla, o tal vez sólo Ia televisión estuviera encendida: el paisaje resultaría tristísimo. En cambio cuando ya no permanece ahí ni un signo de vida es cuando aparece excitante.
Pablo Llorca

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